sábado, 10 de noviembre de 2007

Indocencias de Paco Gómez Escribano.

"Mis dos fobias"

Cuando pensaba en mi vida, tenía que acabar concluyendo que todo me iba a pedir de boca. Tenía una mujer estupenda y maravillosa que me amaba y tenía un crío de diez años que era nuestra alegría y nuestra debilidad.
Sólo había dos cosas que me traían a maltraer y que no comprendía por irracionales. No podía acercarme a un circo, era superior a mis fuerzas. No es que me pusiera nervioso o alterado, me ponía histérico. Así que, cuando nuestro hijo nos pedía que le lleváramos a ver las atracciones circenses del último circo que hubieran montado en la ciudad, era mamá la que cumplía porque papá no podía.
La otra fobia que me acompañaba desde siempre era que no podía ver una baraja de cartas. Daba igual que fuera una baraja española o de póquer, la reacción siempre era la misma. Era ver unos naipes y me ponía a temblar descontroladamente.
La verdad es que mi mujer, con la ternura y el tacto que la caracteriza, siempre me había sugerido ir a un psicólogo. Y yo, con la testarudez y la estupidez que me caracteriza a mí, siempre me había negado. Al fin y al cabo uno no va tropezándose en su vida cotidiana con circos y con partidas de cartas. Ese era mi argumento, pero la verdad era que no me apetecía contarle mis tonterías a ningún extraño, aunque fuese profesional.
Una tarde habíamos programado una velada en casa de las típicas. Marco y Marisa, su mujer, habían venido con su hijo Pedrito a pasar la tarde. Lo pasábamos bien en esas veladas, ya que Marco era amigo mío desde la infancia, las mujeres se llevaban muy bien y los niños jugaban toda la tarde. Sin saber muy bien por qué, mis fobias se convirtieron en el tema estrella de la conversación. Tanto fue lo que me presionaron que a la mañana siguiente prometí llamar a la consulta del doctor Grau para concertar una cita. El terapeuta había estudiado con Marisa en la universidad y ella me aseguró que hacía milagros con los pacientes. Así que no me quedó más remedio que tomar su tarjeta y prometer a todos que iría a que me viera.
A la mañana siguiente, en el trabajo, saqué la tarjeta de mi bolsillo y cuando me disponía a llamar algo me frenó. Debajo del nombre del terapeuta había unas palabras que no me gustaron: “Hipnosis regresiva, viaja a vidas pasadas”. Así que, decidí no llamar. Pero, ¡lo que son las cosas!. Como había poco trabajo, decidí mirar en INTERNET a ver si encontraba algo sobre las regresiones. ¡Y vaya si lo encontré! Aquellas páginas eran un compendio de pseudo-esoterismo barato que me echó definitivamente para atrás. Y para no quedar mal con nadie, llamé a Marisa e intenté disculparme. La conversación fue breve pero sirvió para que yo acabara en la consulta de su amigo.
-¿Marisa? Hola, soy Pepe.
-Hola Pepe, cómo vas. ¿Ocurre algo?
-Pues sí. Oye, mira, yo creí que tu amigo era un psicólogo serio. Si es uno de esos que promete llevarte a vidas pasadas y esas chorradas parapsicológicas yo…
-Oye, el doctor Grau no es una persona como la que tú estás describiendo. Por supuesto que es un psicólogo serio, uno de los más serios que yo conozco -me dijo Marisa contrariada.
-Y, entonces ¿qué significa lo de las vidas pasadas en la tarjeta? -dije yo como si la hubiera cogido en un renuncio.
-Eso no tiene nada que ver, pura mercadotecnia, chico. Escucha, -me dijo con toda la serenidad del mundo- yo que tú, primero hablaría con él, sin comprometerme a nada. Te atenderá gratis la primera consulta si dices que vas de mi parte. Si una vez que hayas hablado no te ves convencido, pues no pasa nada, te vas y santas pascuas. ¿Qué te parece?
-Me parece razonable, Marisa. Pero lo de las vidas pasadas me parece una chaladura, chica.
-Bueno, pues yo ya no te digo más. Te dejo, que tengo trabajo. Ya me contarás.
-Vale, un beso. Ah, y gracias.
-No las merezco, chao.
Después de hablar con Marisa llamé a la clínica y me citaron para el día siguiente. Esa noche hasta tuve pesadillas, lo que provocó que pasara el día entre ansiedad y somnolencia. No obstante, después de salir del trabajo, le eché valor y me presenté allí. Mientras estaba en la sala de espera estuve a punto de marcharme ya que los elementos de “mercadotecnia” colgaban de las paredes en forma de llamativos carteles. Pero cuando iba abandonar la enfermera pronunció mi nombre y me pareció menos violento entrar a la consulta que marcharme sin decir nada.
El doctor Grau me saludó educadamente. Al parecer, Marisa ya había hablado con él y le había comentado mis reticencias. Y yo se las confirmé mientras él me escuchaba pacientemente. Tuve la extraña sensación de que el doctor me resultaba inquietantemente familiar, aunque era la primera vez que le veía.
-Escúcheme -me dijo-. Yo soy un científico y si he optado como terapeuta por el método de la hipnosis regresiva es porque me da estupendos resultados. Mediante este sistema hago retroceder en el tiempo a mis pacientes y les llevo hasta sus traumas. Lo que ocurre es que, a veces, después de hacer un recorrido temporal a lo largo de su vida, no encuentro ningún resquicio. Cuando sigo retrocediendo, el paciente suele verse en lo que parece ser el útero de su madre. A partir de ahí, si seguimos dando marcha atrás, el paciente da un salto hacia un tiempo y un lugar que no pertenecen a su vida cotidiana. Sin embargo, el paciente tiene la sensación de haber vivido esos hechos.
-¿En vidas pasadas? -le pregunté con sarcasmo.
-Me importa un pito lo que sea -contestó él de forma tajante.
-Perdón, ¿cómo dice?
-El concepto de “vidas pasadas” es el más romántico o el más filosófico. Pero también podría ser que tuviéramos esas informaciones grabadas en el subconsciente. O podría ser que fueran fruto de la información genética. Tenga en cuenta que los genes se van transmitiendo de generación en generación y podría ser que guardáramos información de vivencias que tuvieron nuestros padres, nuestros bisabuelos o nuestros primeros antepasados. En cualquier caso, ninguna de las teorías anteriores ha podido ser demostrada. Y hasta que lo sean, yo sigo curando pacientes mediante la regresión.
-Oiga, creo que le debo una disculpa -dije arrepentido-. Verá, he visto tantas cosas en INTERNET que creí que sería usted un charlatán.
-Y no le culpo, amigo. Este es un terreno abonado para sinvergüenzas y estafadores. Pero esto es una consulta médica. Y si usted está de acuerdo, empezamos ahora mismo. La sesión de hoy es gratis y si cuando terminemos no está conforme, se lo dice usted a Marisa y aquí paz y después gloria, ni siquiera tendrá que volver a verme.
Cuando al cabo de una hora salí de la sesión, tuve claro que volvería a ver a ese hombre. El proceso de hipnosis me llevó a volver a revivir algunos episodios de mi vida. La sensación fue extraña, porque era consciente de estar tendido en la camilla y al mismo tiempo vivía un hecho que había ocurrido en el pasado. Pero no lo recordaba extrayéndolo de mi memoria, sino que volvía a vivirlo como si volviera a estar allí. Fue increíble.
La siguiente sesión tuvo lugar una semana más tarde. El doctor Grau me relajó y me dijo que íbamos a viajar hasta un circo que hubiera significado mucho para mí. Inmediatamente me sentí transportado hasta el descampado en el que jugábamos al fútbol cuando yo era pequeño. Mis amigos y yo teníamos doce años y me alegré de volver a verlos. Durante esos días no podíamos jugar con el balón ya que en nuestro descampado habían instalado un pequeño circo. Así que aquella noche jugábamos al escondite. Las lonas y los artefactos circenses hacían que el juego fuese más interesante ya que disponíamos de muchos lugares en los que escondernos. Precisamente, yo me escondí detrás de una de las lonas. En un momento dado, escuché pasos detrás de mí. Al volverme contemplé a dos hombres que me miraban con malas intenciones.
-Así que has venido a robar ¿eh? -dijo uno de ellos enfatizando el final de la frase.
-Yo… -dije balbuceando-, no… Estoy jugando al escondite y…
No me dejaron explicarme porque el que había hablado me propinó una patada en el costado que me levantó del suelo.
-¡Pingo! -dijo el otro con mala leche. Luego me dio una bofetada que provocó que el oído me zumbara durante horas.
Como allí no valían las explicaciones, mis amigos me llamaron desde detrás y salimos corriendo como alma que lleva el diablo.
El doctor Grau me despertó del trance y recuerdo que al levantarme de la camilla tuve que secarme las lágrimas. Había estado llorando. ¿Cómo había podido olvidar el suceso?
-Este episodio significó mucho para usted -me dijo el doctor-. Seguramente fue la primera vez que unas personas mayores abusaron de usted. Y usted no había hecho nada malo. Su mente no lo comprendió y decidió borrar ese capítulo de su vida, pero sin embargo, cada vez que ve un circo, no puede soportarlo. Pues bien, ya sabe por qué. Lo que debe hacer ahora es asumir el hecho e integrarlo en su vida cotidiana con su perspectiva de adulto. Y admitir que ponerse nervioso por ver un circo no tiene sentido.
El sábado siguiente llevé a mi hijo y a Pedrito al circo y yo me lo pasé mejor que ellos. Me había curado.
Antes de empezar la siguiente sesión, informé al doctor Grau de mi progreso y le di las gracias por todo.
-Aún no hemos terminado -me dijo-. Todavía tenemos que ver qué pasa con su fobia a las cartas.
Esta sesión duró un poco más, ya que no encontramos nada que pudiera justificar mi aversión a los naipes. Así que el doctor me llevó hasta el útero de mi madre. Pero en el momento en que más a gusto me encontraba salté hasta un “yo” que vivía en el siglo XIX en un pueblo del norte de España. Realmente era yo, tenía cincuenta años y me llamaba Paulino. Vivía en un pueblo casi deshabitado y trabajaba de sol a sol. Era viudo y no tenía hijos. Y la única diversión era la partida de cartas de los domingos por la tarde. Mi vida no era radiante pero tampoco era un infeliz. Lo único que ocurría era que desde hacía un año yo venía padeciendo unos dolores infernales en el pecho. Por aquel entonces no había médicos, pero yo sabía que tenía una enfermedad mortal. Y como era un bromista, decidí despedirme de mis amigos a mi manera. Así que en una de aquellas partidas decidí hacer una apuesta. Les dije a mis amigos que sería capaz de adivinar el día de mi muerte con las cartas. Me las coloqué y saqué algunas que, por su número, me dieron la fecha que yo quería: el 10 de diciembre de 1891, una semana más tarde. El Salustiano, buen amigo, entró al trapo e hicimos una apuesta. Si no moría yo le daba mis dos vacas y si moría, él pagaría el entierro y el funeral. A la semana siguiente, el día 10, el cura encontró mi cuerpo en mi casa pendiendo de una soga. Me había suicidado.
No hace falta decir, que a partir de ese momento las partidas de cartas se incorporaron a las reuniones con Marco y con Marisa.
Cuando llegó la hora de pagar al doctor metí en un sobre acolchado un talón, una baraja de cartas y dos entradas para el circo. Y se lo hice llegar de forma anónima.
A los pocos días recibí en casa una carta que llevaba el membrete del doctor Grau. La carta decía “Gracias, Paulino”. Y la firmaba “ el Salustiano”.



"Lucía en sonetos"

Briznas de oscuridad en la penumbra,
café y humo de tabaco flotando,
el nuevo día ya me está calando
y el alba de cristal mi alma alumbra.

El día comienza como acostumbra,
pedazos de silencio encadenando
tu ser, en los rincones acechando,
recuerdo de tu amor que me deslumbra.

Días moteados de felicidad
por favor, no quiero que acaben, plenos,
estos días llenos de inmortalidad.

Mi alma y mi espíritu de ti están llenos,
yo sólo deseo la comodidad
de amarte en esos momentos tan buenos.

Eres como ángel sereno, Lucía,
niña dormida ahora sobre el lecho,
mientras la emoción asoma a mi pecho,
quedamente espero tu compañía.

Mi espera calma tu sonrisa ansía,
tu rostro dulce, tu pelo deshecho,
tu despertar, fresco, como el helecho,
velándote estoy, mi niña, mi guía.

Tímidos rayos de luz aparecen,
tu fino pelo rubio se ilumina,
mis ganas de besarte no decrecen.

Mi ansiedad me delata, me incrimina,
mi admiración y mi amor comparecen,
tejiendo una telaraña muy fina.

Para atraparte, para conseguirte,
para tenerte a mi lado, muy cerca,
con tu corazón hundido en mi alberca,
y yo preparado para seguirte.

Lejos quedó la hora de dormirte,
la hora del despertar que ya se acerca,
nos encierra a los dos con una cerca
para que nada externo pueda herirte.

Te mueves en tu cama dulcemente,
anuncio de tu cercano despertar,
te veo suspirar plácidamente.

De tu dulce sueño vas a desertar,
resuenan en mi acalorada mente
truenos, dulce ángel, te voy a encontrar.

El día se presenta en la ventana,
mi amor abre los ojos y sonríe,
risueño la miro y quiero que ansíe
besos, rosa de amor que la engalana.

Muy despacio levanto la persiana
la tomo de la mano y ella ríe,
dejo que se relaje, que confíe,
y venero su figura lozana.

La cubro de cariño, amor y besos,
me la llevo en volandas a la sala
y preparo dos cafés bien espesos.

Dulce, de su sencillez hace gala,
yo la amo hasta el fondo de mis huesos,
mi amor no se mide con una escala.




Ciclo Vital.

Ensenada de Bolonia: Mercedes y Aurora

-No puedo más, Aurora, no sé cuál será el límite de mi capacidad de aguante, pero te aseguro que ando muy cerca -dijo Mercedes mientras exhalaba con violencia el humo de su enésimo cigarrillo aquella tarde.
-Cálmate, mi amor -contestó Aurora con ternura, procurando apaciguar a su más preciada amiga y compañera de fatigas. Había transcurrido mucho, mucho tiempo. Tanto, que los rasgos típicos de la vejez habían empezado a aparecer en Mercedes, aunque levemente. Aurora no pudo evitar sentir una punzada de deseo contemplando tan de cerca a su antigua amante, lo que, dadas las circunstancias, provocó en ella un rápido arrepentimiento. Mercedes había viajado hasta allí porque la necesitaba, pero no en ese sentido. -Me estás asustando y mucho. No has querido decirme nada por teléfono, así que no sé lo que te pasa, pero te aseguro que todo tiene solución.

-Aurora, antes de nada quiero agradecerte que me hayas atendido tan amablemente. Ayer cuando hablé contigo, te faltó tiempo para decirme que viniera a pasar el fin de semana.
-Mercedes, cariño, ahórrate los agradecimientos y demás cosas innecesarias que entre amigas sobran. Has sido una de las personas que más huella ha dejado en mí, por no decir la que más. Y si tienes algún problema y yo puedo ayudarte, aquí me tendrás siempre.
-Eres un encanto -dijo Mercedes con cariño, casi con devoción-, ¿te lo había dicho alguna vez?
-Sí, pero de eso hace ya mucho tiempo, quizá demasiado -contestó Aurora mirando con melancolía en dirección a la playa.
-En serio, Aurora, quiero agradecerte en voz alta y aquí en este lugar, por lo que ha significado para nosotras, que estés aquí conmigo atendiéndome y escuchándome, sin pedir nada a cambio. Y quiero que sepas que para mí es un verdadero placer volver a estar contigo.
Mercedes y Aurora se habían conocido hacía más de treinta años en la Universidad Complutense de Madrid. Sus vidas se habían cruzado por primera vez casualmente en un aula de la Facultad de Geografía e Historia. Sin saber muy bien por qué, desde el primer día en que se habían sentado juntas en el pupitre, había surgido entre ellas una corriente de empatía que en poco tiempo se transformó en un amor profundo, un amor que vivieron con pasión durante más de diez años. Aurora sabía desde que era bien joven que lo que a ella le gustaba no eran los hombres, como al resto de sus amigas. Sin embargo, a Mercedes le había cogido totalmente por sorpresa. De hecho, hasta ese momento sólo había salido con chicos. El caso es que las dos mujeres habían vivido juntas la etapa más apasionante de sus vidas.
Habían terminado la carrera juntas, habían opositado y accedido a la función pública juntas, y juntas habían ido descubriendo las luces y las sombras de la vida. Un buen día, Mercedes había conocido a Fernando, un compañero del ministerio en el que trabajaba. Y, pasados tres años, descubrió que estaba locamente enamorada de él, no había podido evitarlo. Al poco tiempo se enteró de que Fernando la correspondía en silencio, así que una tarde, al volver del trabajo, se sentó con Aurora y procuró explicarle lo que le estaba pasando con toda la delicadeza que fue capaz de reunir. Aurora no se enfadó, jamás había podido enfadarse con Mercedes, pero procuró sacarle de la cabeza a Fernando. Demasiado tarde para eso; Aurora supo en ese mismo instante que acababa de perder a su amada para siempre. Al día siguiente, en el trabajo, pidió una plaza vacante que había surgido en la Subdelegación de Gobierno del Campo de Gibraltar, en Algeciras, y tuvo suerte. A las dos semanas pudo incorporarse, dejando atrás a Madrid y a Mercedes. Aurora se instaló en la Ensenada de Bolonia, en su casa natal. Allí había vivido con sus padres hasta que los dos murieron, casi al mismo tiempo. De esto hacía casi ya tres años.
-Aurora, si he recurrido a ti es porque no tengo a nadie más -continuó Mercedes-. Como sabes, Fernando y yo hemos estado siempre muy unidos. Como consecuencia de esto, en su día dejamos un poco de lado a nuestros amigos. Actualmente, tengo a gente conocida, sí, pero con nadie disfruto de la intimidad que da una amistad sincera y verdadera. Me estoy tragando esto yo sola y, la verdad, ya no puedo más.
Las dos mujeres no habían vuelto a verse desde que Aurora abandonó Madrid para cambiar de vida. Las dos lo habían querido así: verse habría sido demasiado doloroso. Pero nunca habían perdido el contacto, aunque su relación desde entonces se había limitado a dos llamadas telefónicas en sus respectivos cumpleaños y al envío de felicitaciones por Navidad.
-Mercedes, o disparas de una vez o me va a dar un ataque de nervios -dijo Aurora verdaderamente alterada.
Mercedes se había casado con Fernando y habían tenido un niño, Miguel. La vida les había tratado bien hasta que cuatro años atrás Fernando había muerto de cáncer. Ahora Mercedes vivía con Miguel en Madrid, en la misma casa de siempre, ya que él todavía no se había emancipado. Pero había alguien más viviendo con ellos y ése había sido el verdadero motivo del viaje de Mercedes a Bolonia, buscar refugio en su queridísima amiga y antigua amante, buscar cobijo en la tierra natal de Aurora, en esa herradura mágica que era la Ensenada de Bolonia y que tantas veces les había servido como lugar de descanso estival.
-Es Miguel, Aurora, es mi Miguel, no puedo seguir viendo cómo sufre día tras día viendo que lo suyo no tiene solución alguna -ahora Mercedes lloraba amargamente con la fuerza del llanto contenido durante tanto tiempo. A Aurora, la explosión de dramatismo la sorprendió totalmente desprevenida. Y rápidamente extrajo un pañuelo del bolso y se levantó para sentarse más cerca de Mercedes y consolarla. Estaban solas en la terraza del "Bellavista" tomando un café, y eso les permitió unos momentos de intimidad.
-Calma, mi niña, venga mi amor, no llores, tranquilízate, que aquí está tu Aurora para ayudarte. -Aurora separó la cabeza de Mercedes de su propio hombro con exquisita delicadeza y ahora le secaba las lágrimas que caían por sus mejillas con dulzura. En ese momento observó más de cerca su semblante, que sufría, y a pesar de todo, pensó que era el rostro más bonito que había visto nunca. La besó tiernamente y luchó con determinación contra sus fantasmas personales que le estaban pidiendo a voces devorarla.
-Lo siento, Aurora -dijo Mercedes ya más calmada mientras apuraba el segundo café de la tarde.
-No tienes que pedir disculpas, mi niña, necesitabas desahogarte y lo has hecho. -Aurora se levantó de la mesa e hizo un gesto a través de la ventana a Carmelo. Le conocía de toda la vida y tenía con él una complicidad fuera de lo común. Tras haber trabajado como camionero una temporada, hacía muchos años, había vuelto a Bolonia y hacía ya más de cuarenta años desde que había montado el restaurante y el hostal. Tanto él como su mujer y sus hijas eran muy queridos en la comarca. Y con una mirada de Aurora, Carmelo supo que tenía que intervenir de inmediato. Así que salió a la terraza y se dirigió a las dos mujeres.
-Bueno -dijo-, ¿ya han tomado el café? -Carmelo era muy tímido- Pues escúchenme:
Dicen por este lugar encantado
que el sol no ha vuelto a centellear igual
porque dos mujeres guapas se separaron
y hoy yo me las he vuelto a encontrar.
Con razón el astro rey
hoy se va a esconder más tarde
no se va a querer perder
a dos preciosas mujeres
por cuyas bellezas arde.
Inmediatamente después de pronunciar la poesía o chascarrillo, como a Aurora le gustaba denominar a los poemas improvisados de Carmelo, éste empezó a reír convulsivamente tapándose la cara con la mano, tratando de esconder su timidez aumentada por el aplauso de las dos mujeres. Cuando los tres se sosegaron, Aurora guiñó casi imperceptiblemente el ojo a Carmelo en señal de agradecimiento, porque era la primera vez en toda la tarde que había visto sonreír a Mercedes.
-Carmelo, ¿te acuerdas de lo que solíamos tomar aquellas tardes de verano hace ya más de veinte años?
-Claro que sí, Aurora, ahora mismo os traigo dos.
-Aurora, yo ya no bebo -dijo Mercedes mientras Carmelo ya se había encaminado hacia la barra.
-Hoy sí, querida, hoy sí -contestó Aurora.
Cuando Mercedes terminó de referir a Aurora la historia que desde hacía tiempo tenía emponzoñada toda su alma, habían transcurrido cuatro horas entre güisquis y un paquete de cigarrillos.
Después de despedirse de Carmelo, las dos mujeres enfilaron el camino que llevaba hasta la casa de Aurora. La anfitriona arropó con mimo a Mercedes, que experimentó la misma punzada de deseo que antes había percibido Aurora. Ocurrió al sentir en su rostro las cosquillas que le produjeron los cabellos de la larga melena rubia de su querida amiga, que no pudo evitar besarla tiernamente en los labios. Al despegarse de ella, Aurora contempló fijamente los ojos verdes de Mercedes y ese rostro envuelto por la cabellera negra que tanto había amado tiempo atrás.
-Escúchame, querida -susurró Aurora-, quiero que descanses. Mañana nos vamos a ir a Algeciras, me voy contigo a Madrid.


Madrid: Miguel y Nadya (la llamada por Dios)
En cuanto Nadya cerró la puerta de casa tras de sí para bajar a por el pan, Miguel vio la oportunidad. Se dirigió al armario ropero de su madre, ausente porque había viajado a visitar a una antigua amiga, y cuchillo en mano extrajo una bolsa de entre unos pantalones. Rápidamente la abrió y extrajo una barra de lomo, de la que cortó una generosa lámina que se introdujo con ansiedad en la boca. A la carrera, se dirigió a la cocina y cortó un pedazo del pan que había sobrado del día anterior y cogió una cerveza del frigorífico. Aún con el regusto del lomo en la boca, volvió a la habitación y cortó un grueso taco de jamón serrano. Lo masticó rápidamente y echó un largo trago de cerveza que le ayudó a tragar la mezcla de pan y jamón que le quedaba en la boca. Cuando hubo terminado, recogió todo y puso cuidadosamente cada cosa en su sitio. A continuación se dirigió al servicio y se lavó los dientes y después se los enjuagó con elixir de menta.

Una vez más, había cumplido con el ritual que se había convertido en un conjunto de movimientos mecánicos. A renglón seguido, volvió a acomodarse en el sofá para continuar leyendo la novela, situándose casi en la misma posición que estaba cuando Nadya había abandonado la vivienda.
Miguel era un ávido lector de narrativa, aunque hoy paseaba sus ojos por las líneas del libro sin asimilar nada. Al final dejó descansar el grueso tomo sobre sus piernas y mirando hacia el techo empezó a reflexionar. Pensó en cómo había conocido a Nadya y en cómo se habían enamorado como dos adolescentes. Llevaban tres años saliendo juntos, aunque esto era una verdad a medias. La verdad es que se habían conocido en la Facultad, en el último año de carrera de Miguel. Nadya estaba estudiando en Madrid con una beca Erasmus. Ella había nacido en Lyon, aunque sus padres eran argelinos que habían emigrado a Francia en busca de una vida mejor.
El comienzo de la relación entre Nadya y Miguel nació de un flechazo, así que empezaron a salir y comenzaron a hacer planes de futuro. No había transcurrido ni un mes, cuando los dos jóvenes ya estaban viviendo en casa de Mercedes, la madre de Miguel, que estaba encantada con Nadya. La joven llevó un viento de brisa fresca a un hogar que acababa de perder al padre de Miguel, Fernando.
El drama comenzó a sobrevenir dos meses más tarde, cuando Nadya comunicó a sus padres su situación. Ellos no la entendieron en absoluto, sobre todo porque los dos hermanos mayores de Nadya se habían casado en Francia con dos mujeres musulmanas, como mandaba la tradición. Y hacía ya dos años que Leylah, la hermana menor de Nadya, había contraído matrimonio con un vecino de sus padres, que también era musulmán, naturalmente. Sus padres habían advertido a Nadya de que no se hiciera ilusiones, porque lo que se proponía era imposible. Tanto fue lo que la presionaron, que a los dos años Nadya volvió a Lyon para vivir con su familia y permaneció allí durante un año, pero el tiempo que pasó con ellos fue un infierno. Vivió prácticamente encerrada en su habitación y era repudiada a diario por sus padres y por sus hermanos, que jamás entenderían la humillación a la que Nadya les había sometido.
Cuando no pudo aguantar más, llamó por teléfono a Miguel, que se presentó en Lyon sin dudarlo ni un instante. Permaneció allí varios días, durante los cuales Nadya fue sacando de su habitación a escondidas las cosas más importantes. Después regresaron a Madrid y volvieron a vivir juntos. Bien es cierto que había mucho amor entre los dos y mucho cariño entre Mercedes y Nadya, pero la convivencia no era todo lo llevadera que los tres habrían querido: siempre chocaban contra la inmensa grieta cultural entre cristianos y musulmanes. De momento, el amor y el cariño habían podido más, aunque siempre eran Mercedes y Miguel quienes acababan cediendo.
Miguel aún reflexionaba cuando Nadya abrió la puerta después de comprar el pan. Sólo deseaba que ella no notara que había estado comiendo otra vez lomo y jamón, para eso se había esmerado con el aseo de sus dientes. Más de una vez Nadya le había pillado in fraganti, tras lo cual había estado semanas sin besarle. En esas ocasiones, la dulce mujer que era se transformaba en otra cosa que no era ella. "Me das asco", le había dicho en cada ocasión recordándole la prohibición musulmana de comer cerdo.
-Hola, amor mío -dijo Nadya-, ya estoy aquí.
-Hola, cariño-contestó Miguel-. Vaya, te has empapado.
-Sí, de repente ha empezado a llover y me ha cogido sin paraguas -contestó Nadya a la vez que besaba a Miguel-. ¡Vaya, es que no me lo puedo creer! -Nadya acababa de poner el tono de voz que precedía a sus frecuentes cambios de personalidad cuando había algo que no le encajaba.
-¿Qué ocurre, Nadya? -preguntó Miguel.
-¡Has vuelto a beber cerveza! -gritó con ira en sus ojos. Nadya portaba en su mirada la censura absoluta hacia Miguel, a quien escrutaba severamente como si hubiera cometido el pecado más terrible.
-¡Nadya! -replicó Miguel que, aun a pesar de haber tratado de esconder su "falta", se sentía incómodo con la situación y siempre intentaba razonar con ella- Lo hemos hablado mil veces. ¿Por qué siempre pareces entender y luego a la primera ocasión vuelves con lo mismo?
-¡Porque es pecado comer cerdo y beber alcohol! ¡Y además es asqueroso! ¿Es que no lo sabes? ¿Cómo voy a hacer que lo entiendas?
Miguel bajó la mirada y pensó que era mejor callar. Al fin y al cabo, ella no iba a entender sus razonamientos y si intentaba defenderse sólo conseguiría que ella se violentara aún más. "Sí, es lo mejor", pensó. Lo más prudente era dejar que se calmara y que se le pasara poco a poco.
Además, el tiempo también jugaba a su favor, ahora mismo estaba demasiado herido, así que recuperó su novela, pero cuando se dirigía a su habitación sonó el teléfono.
-Sí, dígame.
-¿Miguel? Soy mamá.
-¡Mamá! ¿Dónde estás? ¿Qué tal todo?
-Estoy en el tren, cariño. Aurora, la amiga a la que he venido a visitar, está conmigo. Va a quedarse con nosotros una semana.
-¡Vaya! ¡Eso es estupendo! Pero, dime, ¿a qué hora llegáis?
-Llegamos a la estación de Atocha a las dos de la tarde.
-Vale, mamá. Estaré esperándoos en el andén.
-No hace falta que vayas, Miguel, cariño. Escucha, voy a comer con Aurora por el centro y después vamos a hacer unas compras. Estaremos en casa sobre las ocho. Oye, ¿va todo bien?
-Sí, mamá -mintió-. Bueno, pues entonces os esperamos en casa a las ocho. Estoy deseando conocer a Aurora.
-Muy bien, cariño. Un beso.
-Un beso, mamá. Hasta luego.
-Hasta luego, cariño.
Miguel colgó el teléfono, cogió su novela y sin despedirse de Nadya salió a la calle. Necesitaba que le diera el aire y calmarse. Sabía que le esperaba un día de silencio y de desasosiego.
Madrid: Mercedes, Aurora, Miguel y Nadya
Hacía mucho tiempo que Mercedes y Aurora no disfrutaban tanto. A las seis de la mañana, antes de abrir el bar, Carmelo las había llevado en coche hasta el cruce de Bolonia, en donde tomaron el autobús para Algeciras. Habían sacado los billetes para el TALGO de las 8.40 y se dieron una vuelta por la Plaza Alta. Después de tomar un café en la calle Ancha, volvieron a la estación y tomaron el tren. Durante las cinco horas que duró el trayecto no pararon de hablar de sus cosas. Ahora, después de haber comido en Lhardy, estaban tomando un café en la Plaza de Santa Ana y volvieron a retomar el tema de conversación que había posibilitado volver a estar juntas.
-Y ella ¿no lo comprende? -preguntó Aurora.
-Claro que lo comprende -contestó Mercedes-. Nadya es una persona hermosa, por dentro y por fuera, ya la verás. Pero es que además es inteligentísima. Es licenciada en Administración y Gestión de Empresas y además tiene varios "masters". Habla cinco idiomas, Aurora. Yo hablo con ella muchísimo y es muy razonable, incluso tocamos sutilmente temas de actualidad que atañen a la comunidad musulmana internacional.
-¿Entonces? -preguntó Aurora.
-Lo que ocurre es que puedes hablar con ella de cualquier cosa, pero en frío. En el momento que menos te lo esperas, afloran sus prejuicios y cambia de personalidad, ya no es ella.
-Y cuando se calma, ¿no se arrepiente?
-No se arrepiente en absoluto, Aurora. Y yo veo que siempre es Miguel el que pide perdón por hacer cosas que son a todas luces normales. Él ahora está muy enamorado y lo hace, pero ¿qué sucederá cuando vayan pasando los años? Pues yo creo que se cansará de disculparse. ¿Y qué ocurrirá cuando tengan hijos? ¿Qué educación van a darles? Porque desde luego, Miguel no está dispuesto a convertirse al Islam y ella no va a hacerse cristiana o laica, en eso no cede ninguno de los dos.
-Pues sí que está complicada la cosa. Oye, Mercedes, y sus padres ¿qué dicen?
-No tengo ni idea, pero te lo puedes imaginar. Ya te conté en el tren lo que pasó cuando ella regresó a Lyon. En ese sentido ella es muy reservada, no dice absolutamente nada. Pero parece ser que su familia rompió con ella. A veces tengo miedo, Aurora, miedo de que puedan venir para llevársela a la fuerza, aunque ellos no saben quiénes somos ni dónde vivimos. Yo no dudo que sean buenas personas, han tenido que ser buenos padres. Llegaron a Francia sin nada y todos los hijos tienen carrera. Pero esos prejuicios raciales y religiosos...
-Y, ¿qué dice Miguel? -preguntó Aurora mientras encendía un cigarrillo, besaba la boquilla y se lo daba a Mercedes.
-Miguel está enamorado, Aurora -dijo Mercedes mientras exhalaba el humo del cigarrillo-. Estoy preocupadísima, porque, por si fuera poco, a Miguel le ha salido un importante trabajo en Sevilla y la semana que viene se van a vivir allí. Ya hace un mes que tienen el piso montado.
-¡Pobre Mercedes! Lo que debes estar pasando. Oye, ¿y ella? ¿Tiene trabajo?
-Eso no me preocupa en absoluto, Aurora. Sé que ella encontrará trabajo cuando quiera y donde quiera. Lo que me preocupa es la relación entre los dos.
Pagaron los cafés y fueron dando un paseo hasta la casa de Mercedes. El tiempo había pasado volando para las dos antiguas amigas. Aurora estaba emocionada por haber vuelto a caminar por las calles de Madrid. Y Mercedes, aunque apesadumbrada, se sentía más tranquila en compañía de Aurora.
Al llegar, Mercedes hizo las presentaciones, y después de que las dos amigas deshicieran las maletas y se pusieran cómodas, cenaron los cuatro juntos. Nadya había preparado un cordero asado que estaba riquísimo y Aurora conversó con ella animadamente. Había esperado que llevara velo o algo que la identificara como musulmana, pero nada de esto había ocurrido. Nadya, de piel clara, parecía una española más, moderna y muy abierta y culta. Con lo cual, no podía entender que se produjeran situaciones como las que le había referido Mercedes.
Por su parte, Miguel era un chico estupendo. Se parecía físicamente a Mercedes, lo cual le hizo gracia. Y vio a la joven pareja muy enamorada y muy compenetrada. Pensó que quizá su amiga había exagerado, porque no encontró ningún motivo para desconfiar de Nadya, ni esa noche, ni durante la semana que permaneció acompañando a Mercedes, tras la cual volvió a Bolonia y a su vida.

Ensenada de Bolonia: Mercedes y Aurora. Ocho años después

El día era estupendo, de esos en que la suave brisa cambia de poniente a levante y viceversa. Habían pasado cinco años desde que Mercedes había pedido la jubilación anticipada y se había ido a vivir con Aurora a Bolonia. Y no hacía ni un mes que se habían casado. Desde que habían viajado a Madrid, habían vuelto a retomar la relación. Y ahora vivían tranquilas en casa de Aurora. Esperaban hacerlo lo que les restara de vida. Estaban tumbadas en unas hamacas en la playa, tranquilas, leyendo y fumando un cigarrillo. Mercedes levantaba la vista de vez en cuando para no perder de vista al niño, que jugaba indiferente en la arena.

-¡Abuela! ¿Verdad que luego me vas a comprar un helado?
-Sí, cariño, la abuela te comprará un helado.
Cuando el niño obtuvo la confirmación volvió a sus quehaceres en la arena.
-¡Qué guapo es! -dijo Aurora mirando al niño con ternura- Se parece a ti.
-Sí que es guapo, Aurora. Aunque es una pena que tenga que crecer con la ausencia de su madre. Nunca se lo perdonaré, ¿sabes? Nunca se lo perdonaré.
Mercedes se refería al hecho que marcó la ruptura definitiva de Miguel con Nadya. Ambos se habían establecido definitivamente en Sevilla y se habían casado. Miguel había cedido y lo habían hecho por el rito musulmán. Al fin y al cabo, él la amaba, y celebrar la ceremonia como ella deseaba no le había parecido un detalle importante. Además hacía años que Miguel no iba a la iglesia, se consideraba un católico "no practicante". Habían tenido un niño y le habían llamado Abdul. Miguel había intentado convencer a Nadya de que, ya que iban a vivir en España, lo más sensato era buscar un nombre español. Una vez más, ante la incomprensión de ella, Miguel había vuelto a ceder.
Mercedes había ido viviendo el progresivo deterioro del matrimonio de su hijo, ya que éste viajaba frecuentemente a Madrid por cuestiones del trabajo y hablaba de sus problemas a su madre. Además, como había vuelto a retomar su relación con Aurora, Mercedes paraba en Sevilla siempre que viajaba hasta Bolonia, lo que le había permitido comprobar in situ que los episodios en los que Nadya cambiaba de personalidad habían aumentado.
Cuanto más pasaban los meses y los años, más convencida estaba Mercedes de que aquella relación no soportaría el paso del tiempo. Sólo una vez, en la que Miguel la había llamado por teléfono desde la habitación de un hotel, le había aconsejado que se separara de ella. Habían tenido una fuerte discusión y él se había ido de casa. Como Miguel no quiso ni oír la palabra divorcio, Mercedes casi le ordenó que regresara a casa, no fuera que Nadya le denunciara por abandono del hogar. Él juzgó sensatas las palabras de su madre y había vuelto a casa esa misma noche. Pero fue la primera vez que pasó por su cabeza la posibilidad de que cada uno siguiera con sus vidas por separado.
La vuelta a casa de Miguel no había arreglado en nada la situación, que cada vez se fue deteriorando más y más. Al final, una fuerte discusión, la enésima, propició que ella abandonara la casa con el niño. Se marchó a Madrid y, tras la denuncia interpuesta por Miguel, la detuvieron en el aeropuerto de Barajas, en la puerta de embarque. Había quedado allí con su hermano mayor y con su padre e iban a tomar un vuelo a Argelia. La policía había abortado el secuestro, y la separación entre Miguel y Nadya fue por fin definitiva. El juez le había dado la custodia del niño a él.
-No lo pienses más, cariño -dijo Aurora. Ya verás cómo cualquier día Miguel encuentra una buena chica que le dé el amor que se merece.
Y dicho esto, las dos mujeres se besaron tiernamente.
-Te amo, Mercedes.
-Yo también, Aurora, yo también te amo.

1 comentario:

Juan Rincón. dijo...

Aquí podéis comentar los que os ha parecido el trabajo de l@s demás. La gente “decente” también puede opinar aquí porque la blog es pública.