lunes, 19 de noviembre de 2007

Indocencias de Veronica Pedemonte

El precio de los pródigos
(Fragmento de “Viaje circular” )


Subí la escalera de hierro que daba el piso de arriba. Mi abuela acababa de dar un abrazo a mi madre después de doce años. Apenas una lágrima que no acabó de salir de su ojo y ella hizo bajar lentamente por su garganta. Hacía frío. La virgen de la hornacina nos miraba con sus ojos duros como escarabajos de cristal negro, ¿sabes Platero?.
Sentí que venía de un mundo rebosante de sentimientos para habitar un mundo de sentimientos ajusticiados. De un mundo de sentimientos condenados, temblando en la galería de la muerte, a un mundo donde los sentimientos esperaban un indulto, una amnistía que por fin les dejara vivir en paz, manifestarse como en los viejos tiempos. Y en ese intercambio imposible de una tierra enferma sin libertad y sin aire, de un reino herido, sin rey y sin Lanzarote, con un país que estaba perdiendo para siempre Excalibur, la espada de la Virtud y el escudo de la Verdad, Lau y yo estábamos en tierra de nadie. Flotando en el espacio intangible de un libro de familia declarado apátrida, con un carnet de identidad en la mano que ponía: Uruguaya cuatro años, tez blanca, pelo oscuro, iris negro, arco iris de ensueño, infancia iridiscente. Uruguaya, siete años, tez blanca, pelo claro, iris verde, iridiscente soledad, orgullo iridiscente. Ya lo dijo el poeta. Ese amigo poeta, muchos años después, sólo que entonces yo no lo sabía.
La Dama del Lago amenazaba con llevarse Excalibur, enterrar el sueño de Camelot bajo las aguas turbias, llenas de algas desoladas, sueños perdidos, héroes ahogados.
Lau y yo de la mano, en el bosque encantado de noche, vimos a mamá llorando. Tenía los pies descalzos, y el pelo rubio lleno de verdín. Lau y yo la abrazamos. Sin decir palabra, le dimos la mano, una a cada lado, y seguimos buscando el camino, algún sendero lleno de luz que nos llevara a casa. Sabíamos que la harían pagar un alto precio. Que su carta de liberta aún quedaba lejos, que el precio de la vida no era suficiente, había que dar más. Después de un campo de exterminio, una siberia helada. El precio de los pródigos.
Al pie de la escalera, en la hornacina, seguía la Virgen de bellos ojos negros de cristal, manto celeste y vestido dorado y blanco. Subida al tercer escalón que me conducía a mi cuarto, la miraba aún fascinada, con el convencimiento de que me devolvía la mirada, ese brillo en su iris inmóvil que reflejaba el de las lámparas del hall. Y mi fe iba creciendo mientras menguaba el recuerdo de mi mundo. Confiando en que el espíritu supliera al corazón que había dejado, guantanamera, en mi tierra lejana.
Pero ese amor desmesurado a la imagen de la hornacina me llevó a acariciar su manto hasta tirarla. Guantanamera. Llevé en mis brazos a la Virgen rota. La escultura antes incólume, era una doncella herida por la vida, una muchacha vulnerada, una mujer violada. Llevaba un sueño roto latiendo entre mis manos, una hija pródiga sufriendo por mi lejano corazón. Necesitaba alguien con alma de restaurador que sujetase su dolor con purpurina, que dejase resplandecer de nuevo su pasado, de joven en la hornacina. Guajira guantanamera.
- Las estatuas, dijo mi abuela, fueron creadas para la eternidad intangible. Una vez rotas no hay restauración.
Le pedí a papá que la pegara con poxipol, ese “arréglalo todo” que tenía desde pequeña, que pegaba brazos de héroes y corazones de muñeca.
- Las estatuas fueron creadas para la eternidad intangible.
Atravesé siberia con mi virgen inválida, pensando cuántos hijos pródigos y vírgenes lisiadas hubieran podido restaurarse con poxipol.

1 comentario:

Raquel dijo...

Me alegro muchísimo de que en este blog podamos contar con una interesantísima escritora y amiga, que aunque no se cómo ha conseguido llegar hasta este "remanso de indocentes" bienvenida seas.
Recuerdo lecturas que juntas hemos compartido en El Puerto de Santa María, en IES de Sanlúcar... y en tantos otros sitios.
Leerla atentamente y degustarla. Su personal voz, llena siempre de magia, de esa magia que cada vez resulta más esquiva en este mundo tan loco en que vivimos, siempre nos hace detenernos y mirar.
Raquel Zarazaga